La transición energética ha intensificado la atención sobre las redes de transmisión eléctrica, debido a que el aumento de la demanda y la integración acelerada de tecnologías limpias ejercen presiones inéditas sobre infraestructuras que fueron diseñadas para otro contexto. La electrificación de usos industriales, transporte, climatización y nuevas actividades intensivas en datos convierte a las redes en un elemento que sostiene la viabilidad de múltiples sectores, de modo que cualquier fragilidad se traduce rápidamente en impactos económicos y sociales de gran magnitud. Esta realidad se evidenció con fuerza en episodios recientes como el apagón que afectó a la península ibérica, el cual dejó millones de personas sin servicio durante horas y ocasionó pérdidas significativas para la industria. A medida que las redes envejecen, aumentan los riesgos asociados a fallas mecánicas y eléctricas. Al mismo tiempo, la digitalización de los sistemas introduce vulnerabilidades adicionales, pues amplía la superficie expuesta a ciberataques capaces de interrumpir operaciones críticas. A ello se suma la creciente incidencia de fenómenos climáticos extremos, que elevan la probabilidad de daños en equipos y líneas de transmisión. En regiones donde los incendios forestales han ganado intensidad, los operadores incluso enfrentan mayores responsabilidades legales, dado que un desperfecto puede desencadenar incendios con efectos devastadores.
A pesar de que la actualización y expansión de redes ofrece vías para reducir estos riesgos, la implementación de obras de gran escala presenta desafíos considerables. Los permisos ambientales, los procesos regulatorios, los conflictos con comunidades locales y la disponibilidad limitada de mano de obra y equipos generan atrasos que incrementan costos y retrasan la entrada en operación de proyectos estratégicos. Las presiones sobre las cadenas de suministro también constriñen la capacidad de construcción, sobre todo en países donde la fabricación de componentes especializados depende casi por completo de proveedores externos. Frente a este panorama, el sector asegurador adquiere una función decisiva para permitir que los desarrollos de infraestructura avancen con menor exposición al riesgo. Su intervención abarca desde productos tradicionales diseñados para cubrir daños durante la construcción y la operación, hasta soluciones más sofisticadas como seguros paramétricos que se activan según variables climáticas, coberturas contra riesgos políticos y créditos que reducen la incertidumbre para los inversionistas. De este modo, las aseguradoras fortalecen la confianza necesaria para que los proyectos accedan a financiamiento y avancen en plazos razonables.
Además, la industria del seguro aporta un conocimiento técnico que ayuda a prevenir fallas y mejorar la calidad de los proyectos. A través de consultorías de riesgo, evaluación de tecnologías emergentes y análisis detallado de incidentes pasados, los especialistas contribuyen a que los desarrolladores tomen decisiones más informadas. Esta labor incide tanto en el diseño inicial como en la elección de materiales, la gestión de equipos críticos y la incorporación de sistemas de monitoreo que permiten anticipar problemas antes de que se conviertan en eventos de gran escala. La colaboración entre aseguradoras, centros de investigación y empresas energéticas también impulsa soluciones innovadoras que responden a un entorno cada vez más dinámico. Se desarrollan modelos de escenarios para anticipar riesgos, se experimenta con nuevas estrategias de mitigación y se promueven iniciativas que fomentan la innovación en tecnologías de red, vehículos eléctricos y sistemas inteligentes. A través de inversiones directas, algunas aseguradoras incluso destinan capital a proyectos de infraestructura energética y digital, lo que contribuye a acelerar la modernización del sistema.
El crecimiento previsto del consumo eléctrico y las inversiones necesarias para alcanzar los objetivos climáticos muestran que el reto será cada vez más exigente. La convergencia entre infraestructura antigua, nuevas fuentes de generación y procesos más electrificados exige redes flexibles, resilientes y capaces de integrarse con soluciones tecnológicas complejas. En ese escenario, la gestión del riesgo adquiere mayor relevancia, puesto que condiciona la velocidad con la que se podrán desplegar redes modernas. Así, asegurar la evolución de la transmisión eléctrica requiere cooperación temprana entre operadores, autoridades, aseguradoras e inversionistas. Sin ese esfuerzo coordinado, las mejoras necesarias podrían demorarse en un momento en que la electrificación avanza con rapidez y la seguridad del suministro depende de respuestas oportunas y articuladas.
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