Las actividades ilícitas contra la naturaleza generan impactos profundos y extendidos que amenazan tanto los ecosistemas como los derechos humanos. La minería ilegal, la tala no autorizada, el tráfico de fauna silvestre, la pesca no regulada y la apropiación de tierras se han convertido en vectores de destrucción ambiental, violencia social y desestabilización económica. Estas acciones no solo dañan el entorno, sino que también se entrelazan con redes criminales complejas que operan en múltiples países y sectores, facilitadas por marcos legales débiles y altos niveles de corrupción.
Estas prácticas generan ganancias elevadas con riesgos operativos relativamente bajos. La minería de oro ilegal, por ejemplo, supera en valor al narcotráfico en algunas regiones, dejando a su paso deforestación, contaminación por mercurio y la creación de zonas dominadas por actores armados. En el ámbito marino, la pesca ilegal reduce las poblaciones de especies vulnerables, altera los ecosistemas oceánicos y desplaza a comunidades pesqueras legítimas. Barcos registrados en paraísos fiscales y cadenas logísticas opacas permiten que productos ilegales lleguen a los mercados internacionales sin ser detectados. El tráfico de fauna silvestre es igualmente preocupante. Más allá de los casos ampliamente conocidos, como los colmillos de elefante o los cuernos de rinoceronte, existen redes dedicadas a especies menos visibles pero igualmente afectadas, como reptiles, aves, anfibios y peces ornamentales. El comercio online ha ampliado la escala y el alcance de este mercado, facilitando transacciones internacionales sin control. Esta dinámica, además de afectar la biodiversidad, aumenta el riesgo de transmisión de enfermedades zoonóticas y genera presiones adicionales sobre especies amenazadas.
Estos crímenes ambientales rara vez ocurren de forma aislada. Se articulan con otros delitos financieros y económicos, como el lavado de dinero, la evasión de impuestos o el uso de empresas fantasma. Muchas veces, los beneficios de estas actividades ilegales se integran a circuitos económicos formales, lo que dificulta su rastreo. Al mismo tiempo, la corrupción permite que permisos falsos, inspecciones manipuladas y encubrimiento institucional faciliten la continuidad de estas prácticas. Quienes denuncian o resisten estas actividades enfrentan riesgos considerables. Las personas defensoras del medioambiente, particularmente en territorios indígenas o zonas rurales, son frecuentemente víctimas de intimidación, criminalización y violencia letal. Esta situación se agrava por la falta de protección efectiva por parte de los Estados y por la impunidad sistemática que protege a los autores intelectuales y financieros de estos delitos.
Frente a este panorama, es indispensable fortalecer los marcos regulatorios nacionales e internacionales, cerrar vacíos normativos y establecer sistemas de monitoreo eficaces. La cooperación transfronteriza, el uso de tecnologías como imágenes satelitales, inteligencia artificial o pruebas genéticas, y la creación de plataformas de información compartida pueden contribuir significativamente a prevenir y detectar estas actividades. A su vez, resulta esencial proteger a las comunidades que defienden sus territorios y ecosistemas, garantizando su participación en la toma de decisiones y en el diseño de estrategias de respuesta. La acción coordinada entre Estados, sociedad civil, sector privado y organismos internacionales puede sentar las bases para una transformación estructural. Promover un modelo de justicia ecológica no solo implica sancionar delitos, sino también reconstruir relaciones equilibradas entre las personas y la naturaleza, mediante políticas que integren sostenibilidad, equidad y respeto por los derechos humanos.
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